Las primeras noticias sobre la construcción de un Hipódromo las encontramos en la prensa diaria cuando “La Voz de Guipúzcoa”, el 12 de enero de 1916, recuerda que los caballos europeos están ociosos y que varias personas han tenido la idea de crear un Hipódromo de la importancia de los de París, Londres, Ostende o Dieppe.
El arquitecto Luis Elizalde, con los constructores Díaz, Olasagasti y Sierra comenzaron las obras de explanación, trayéndose la piedra de las canteras de Navarra y transportando la arena desde Deva en los ferrocarriles vascongados.
Concretado el lugar, fue necesario realizar grandes trabajos de saneamiento de un terreno que no dejaba de ser un gran fangal, siendo preciso habilitar, solo en el recinto del futuro Hipódromo, más de tres kilómetros de alcantarillado. Las obras se iniciaron el 14 de febrero, aunque de hecho no comenzaron hasta el uno de marzo. Lluvias torrenciales amargaron la vida de los señores Olasagasti y Compañía, responsables del trabajo, al poder decirse que “ni un solo día dejó de llover torrencialmente, complicando de forma alarmante la construcción de la vía provisional que desde la vieja estación de Lasarte debía transportar el material entre regatas, desniveles y charcas pantanosas”.
Aquellos primeros días del mes de julio de 1916 los hoteles llenaron sus habitaciones, los restaurantes multiplicaban las mesas y por todas partes se veían “caras nuevas” que no eran otras que las de los extranjeros que llegaban para presenciar las carreras.
Para traer desde Madrid a todos los aficionados fue necesario ampliar el servicio de ferrocarril con cuatro trenes expresos, más dos ordinarios y dos extraordinarios. “El Plazaola” habilitó un tren especial para los que venían desde Pamplona y “Los Vascongados” tuvieron que planificar otro gran convoy para los bilbaínos, amén de la multiplicación de los servicios de ómnibus, tranvías y carruajes.
Era curioso, se publicó en las páginas de los periódicos, cómo las carreras entusiasmaban a todos los públicos, pudiéndose ver en la carretera magníficos y suntuosos “landós” junto a modestos “cacharros” que pugnaban por un espacio en la carretera.
Contaba el cronista que en el breve tiempo que duraba la bajada de la barrera del tren cuando iba a pasar algún convoy “llegué a contar, y paré porque me aburrí, hasta 260 automóviles y coches de caballos”.
Se agotaron los coches de alquiler, a las dos y media de la tarde era imposible llegar hasta la estación de Amara, por la gran afluencia de público... Para más “inri” uno de los automotores que llegaba de Zarauz tuvo la humorada de salirse de la vía cerca de la estación, y los viajeros tuvieron que terminar el trayecto a pie. Comentaban los responsables del evento que se habían sextuplicado todas las previsiones...
Nunca se había visto tanto forastero en los conciertos de la Alameda ni semejante avalancha de gente, durante todo el día, dirigiéndose ya fuera a la Estación de Amara ya a los tranvías de Tolosa para emprender la titánica misión de conseguir un billete, pues fueron muchos los que planificaron la jornada con un almuerzo en Lasarte.
Cuando los multimillonarios Vanderbilt, Cohn y demás propietarios de caballos se acercaron a conocer las instalaciones, pocos días antes de la inauguración, «no podían creer lo que estaban viendo». Se había construido «todo un pueblo de elegantes cuadras», y el uno quiso alquilar ochenta, y el otro treinta y un edificio entero el ganadero Parladé, y pronto fue necesario echar mano de las muchas yeguadas porque «todos querían estar en el Hipódromo de San Sebastián».
Un famoso jockey francés cuyo nombre no citan los cronistas dijo que: “Es el Hipódromo más bonito del mundo”.
Se especuló mucho sobre los accesos que pudieran construirse para llegar al Hipódromo, debido a la gran complejidad que suponía su ubicación y estar rodeado “de nada”, sin embargo la realidad resultó que los automóviles pudieron llegar hasta la misma puerta a través de un “magnífico puente de cemento armado”, antiguo puente del ferrocarril de la Costa sobre el Oria, disponiendo de amplio aparcamiento.
El acceso, con toda comodidad, podía hacerse por carretera, a través de Lasarte. “Una vez en el pueblo se pasa sobre el río Oria y se llega a una planicie con capacidad para 400 coches, donde los celadores municipales colaboran con su característica amabilidad al ordenado estacionamiento”. De momento, la entrada y salida se haría por el mismo lugar, pero la Diputación Provincial estaba buscando cinco mil pesetas con las que construir otro ramal desde la carretera, de forma que por uno se entrara y por otro se saliera.
Quienes no disponían de automóviles podían llegar al Hipódromo en tranvía, en ferrocarril y en coches de alquiler. En la Estación de Lasarte se habilitaron dos andenes para los trenes especiales que transportaran a los espectadores y la duración del viaje, desde el centro de la ciudad, era de 16 minutos al precio de 1,20 pesetas en primera clase y 0,55 en tercera. Tanto la Empresa del Tranvía Urbano, como la del Tranvía a Tolosa y los ferrocarriles dispusieron de servicios especiales y continuos con especial atención a quienes llegaban desde Eibar, Alzola, Deva, Cestona y Zarauz.
La pista se apartaba de lo corriente. No era de césped, como las de otros hipódromos españoles, franceses y hasta algunos ingleses, sino “a la americana”, con piso de arena oscura, ligeramente apisonada para que penetraran los cascos de los caballos. En ella se emplearon 800 vagones de arena transportada desde Deva (En el presente trabajo se respeta la ortografía de los nombres propios existente en el momento de ocurrir los hechos recordados).
Dentro del Hipódromo podía disfrutase de un edificio con 35 cuadras y más allá otro “que es un verdadero pueblo de cuadras” con capacidad para 103. Además, había 26 cuadras en una finca cercana a la Estación, 16 en otra, 7 en otra más y 22 en Lore-Toki, donde se guardan tres caballos del Duque de Toledo, nombre con el que inscribía los suyos el rey Alfonso XIII.
“Nuestra hermosa ciudad, cuya fama de bella y atrayente ha atravesado las fronteras de todo el mundo, cuenta con un aliciente que no tiene rival posible, habiendo añadido a los esfuerzos constantes de sus hijos, hospitalarios y alegres, que saben recibir al forastero como a hermano, el lindísimo y hermoso Hipódromo de San Sebastián”.
En el Hipódromo todo era fiesta. Era algo que se notaba desde antes de cruzar la puerta de entrada. En la gran explanada destinada a los coches y a los automóviles, debido a la gran organización, todo era orden, sin nada de confusión ni aglomeración.
Y entre aquella organizada marabunta de gentes, llamaban la atención del respetable dos carruajes, cada uno tirado por seis mulas, con postillón, cochero y lacayo, elegantemente vestidos a la antigua “calesera”, en los que viajaban el rey Alfonso XIII, la Reina María Cristina, el príncipe Rainiero, la infanta Luisa y los infantes Carlos y Felipe junto el marqués de Viana, seguidos de la escolta real.
Cuentan las crónicas que lo primero que hizo el rey al entrar en el recinto fue ir a ver los caballos de la cuadra francesa que acababa de comprar y que participarían inscritos con el nombre del Duque de Toledo.
La entrada a la tribuna regia, que quince días antes era un erial, era como penetrar en un primoroso jardín, debido a la sabia mano del jardinero Emilio Rolin.
La cuarta carrera del día fue el plato fuerte de la jornada. El “Gran Premio de San Sebastián”, con 100.000 francos en premios, contó con la participación de veintiséis monturas. Se disputó a una distancia de 2.400 metros y estuvo abierto a toda clase de caballos y yeguas de más de tres años. Este premio, el Gran Premio de San Sebastián, se ha mantenido a lo largo de estos 100 años. “Teddy”, el caballo de J. D. Cohn, montado por R. Stokes, conseguía cruzar primero la línea de llegada; en segundo lugar lo hizo “Spirt”, de la misma cuadra, y en tercero “Melga” (Meigs), de Vanderbilt.